Situada en el interior del monte de El Pardo, uno de los corazones naturales de Madrid, se erguía sobre una suave loma la torre de la Parada, una de las construcciones más pintorescas de los Austrias. Se trataba de una pequeña torre que utilizaban los monarcas como cazadero, lugar de descanso para las largas jornadas de caza y almacenaje de aperos y artillería. Estaba a pocos kilómetros del Real Sitio de El Pardo, junto al camino que cruzaba el Bosque Real, en un claro del mismo (de hecho su nombre deriva de este lugar llamado “Prado de la Parada del Rey”). Era un pequeño retiro exclusivo del rey que lo aislaba de la asfixiante vida de la corte y al que se podía trasladar fácilmente para en práctica las artes cinegéticas. La caza era una de las grandes pasiones confesables de la realeza española. Constituía una de las prácticas que todo noble y príncipe debía dominar, ya que con ello desarrollaban habilidades y destrezas que los preparaba para la guerra y el poder. Tradicionalmente el monte de El Pardo fue uno de los lugares predilectos para practicar la caza. En el libro de la montería del rey Alfonso XI de mitad del s.XIV, ya aparecen reseñas poniendo en valor este territorio. Debido a las excepcionales posibilidades cinegéticas que ofrecía este paraje natural, existieron pequeñas construcciones vinculadas a la realeza. Las fuentes nos hablan de que en 1349, en tiempos de Enrique III de Castilla, existió un pequeño pabellón real para la caza justo donde hoy se alza el palacio de El Pardo.

Está atestiguado que fue Felipe II, siendo aún príncipe, quien emitió una orden real para la edificación de la torre. La idea surgió cuando acompañó a su padre en una cazaría por El Pardo. Pasaron la noche en una antigua edificación de las que había en el coto real y el príncipe Felipe quedó descontento por las dimensiones de la estancia, calificándolas de inapropiadas. Con el permiso de su padre, se embarcó en la realización de una versión más acorde a su dignidad y gusto. Desde siempre mostró una inclinación especial por la arquitectura, así que no es de extrañar que se involucrara de forma directa en la realización de este proyecto, el cual se convirtió en su primera obra arquitectónica. La fase de construcción de la torre comenzó en el año 1547 y finalizó en 1549. Al frente de la obra estaba Luis de Vega, uno de los arquitectos predilectos del Carlos I y que en esos momentos se encontraba trabajando en la construcción del palacio Real de El Pardo. El resultado fue un sencillo torreón de cuatro alturas y planta cuadrada realizado en ladrillo y rematado por un chapitel a la flamenca muy acorde al gusto del joven Felipe, convirtiéndose en un rasgo de identidad de la arquitectura de los Austrias.
La torre de la Parada vivió su época dorada durante el reinado de Felipe IV. Este monarca comprendió las posibilidades que le ofrecía el cazadero y decidió remodelarlo. En su proyecto, además de la ampliación de la torre, se dispuso la integración en el conjunto de un programa decorativo con el que otorgar a este lugar de un carácter más cortesano a la par que campestre. El proyecto de ampliación de la torre fue acometido en la década de 1630 por el arquitecto real Juan Gómez de Mora, mientras que la dirección de obra fue realizada por su discípulo Alonso Carbonel, quien había concluido en ese tiempo el palacio del Buen Retiro. El desarrollo de este proyecto fue fomentado por el valido del rey, el Conde Duque Olivares, dentro del programa de renovaciones que tenían la finalidad de entretener al monarca y exaltar su imagen y poder. La nueva versión del cazadero tenía expandida en los dos primeros pisos una edificación más amplia que lo rodeaba. También se realizó una casa de servicio próxima a la torre, que presentaba una planta rectangular con patio central rematada con una cubierta de pizarra a dos aguas revestida con pizarra; y un tapial que rodea el perímetro del solar. Esta nueva apariencia puede verse en la vista que realizó el pintor Félix Castelo en 1640, dentro de la serie de vistas de los Reales Sitios para la torre.

La modestia de su fabrica no impidió que se realizara un potente programa decorativo propio del gusto del monarca y de su hermano el Cardenal Infante Don Fernando de Austria, gobernador de los Países Bajos. Según el inventario que se realizó en 1700 tras la muerte de Carlos II, se crearon un total de 176 pinturas con una temática acorde a la función de cazadero y a ese aire de casa de campo real. En la empresa intervinieron dos grandes pintores del momento, el flamenco Rubens y el sevillano Velázquez, entre otros. Fue el mayor encargo que recibió el pintor flamenco del rey Planeta. Muchas de las obras enviadas e inspiradas en Las Metamorfosis de Ovidio, procedían de su taller de Amberes y fueron realizadas por sus discípulos, como Jacob Jordaens, Cornelis de Vos o Theodoor van Thulden. El propio Rubens realizó los dibujos preparatorios y de su mano realizó obras mitológicas como El rapto de Ganímedes, El nacimiento de la Vía Láctea o El rapto de Europa, copia del original realizado por Tiziano que colgaba en el alcázar real de Madrid; junto con Heráclito, el filósofo que llora y Demócrito, el filósofo que ríe, dos filósofos antiguos que forman un grupo con otros dos realizados por Velázquez, Esopo y Menipo. El pintor sevillano aportó interesantes obras como la escena de caza llamada “La Tela Real, tres retratos en los que aparecían Felipe IV, su hermano Don Fernando y su sucesor el príncipe Baltasar Carlos con sus perros de caza y sus armas exaltando las virtudes de la caza, y retratos de tipos populares de la sociedad del momento como El niño de Vallecas, bufones y enanos. Incluyó una obra mitológica en la que representa al dios de la guerra Marte en actitud melancólica, que se ha interpretado como una alegoría de la decadencia del imperio español. Llama la atención el importante encargo pictórico para este singular pabellón. Convertido en un pequeño templo lúdico donde venerar y disfrutar del arte de la caza y centro donde educar y formar al pequeño heredero del imperio español Baltasar Carlos.

Con el cambio de dinastía y en plena Guerra de Sucesión, el edificio sufrió los avatares de la contienda y cayó en desuso. Las obra de arte fueron trasladadas paulatinamente a otras residencias reales y con el tiempo la torre de la Parada se quedó vacía. La atalaya que un día coronaba el monte de El Pardo y dominaba a golpe de vista sus alrededores, fue desmoronándose hasta que un incendio en el s.XIX terminó por derribarla y enterrarla en la historia para siempre. Patrimonio perdido, pero no olvidado.